Una de las grandes cuestiones de la ciencia es cómo se formó el sistema solar, en particular cómo se formaron los planetas, incluyendo el nuestro. Desde luego, las respuestas no son sencillas, pero observar otros sistemas planetarios en plena construcción y analizar su luz da pistas muy importantes a los científicos.
Precisamente en días pasados, dos grupos independientes de investigadores —uno de ellos encabezado por astrónomos de México y España— publicaron los resultados de observaciones hechas con un conjunto antenas ubicadas en el estado norteamiericano de Nuevo Mexico y con un telescopio enclavado en el desierto chileno y que capta la radiación infrarroja de objetos celestes. El objetivo fue estudiar uno de los pocos sistemas conocidos en una etapa sumamente joven, justo como se cree que fue nuestro sistema solar, pero hace más de 4 mil millones de años.
Erase una vez…
Dejando de lado que las distancias en el cosmos son enormes, las estrellas jóvenes siempre se encuentran embebidas en las partes más densas de grandes nubes de gas y polvo, haciendo imposible su detección y estudio directo con telescopios que captan la luz visible —la misma que percibimos con nuestros ojos. Ante esto, los astrónomos recurren a observaciones con instrumentos sensibles a “otros tipos de luz”, como la infrarroja o las ondas de radio.
Mientras las estrellas nacen —un proceso que puede durar varios cientos de millones de años— muchas cosas interesantes suceden. Una de ellas es la formación de un disco que alimenta poco a poco a la joven estrella y que tiempo después será el hogar de los primeros planetas, asteroides y cometas. Los astrónomos llaman a estas estructuras «discos protoplanetarios» (proto viene de πρωτο, primero) y debido al gas que los envuelve son muy difíciles de detectar en las etapas más tempranas, cuando los granos de polvo han comenzado a formar los primeros prospectos planetarios.
Un ejemplo de estos raros semilleros de planetas se encuentra a 472 años luz de la Tierra, en dirección de la constelación de Sagitario y es llamado HD169142 (el nombre —nada poético— corresponde al número en un catálogo iniciado a finales del siglo XIX por el astrónomo inglés Henry Draper).
«Al principio no estaba muy entusiasmada [con el proyecto]» confiesa Mayra Osorio, veracruzana radicada desde hace varios años en Granada, España, primera autora de uno de los artículos científicos y astrónoma especialista en las primeras etapas de la formación estelar. Sin embargo, «el objeto parecía prometedor y queríamos obtener una imagen que revelara la apariencia de HD169142», dice la investigadora del Instituto de Astrofísica de Andalucia.
La evolución de las semillas planetarias
Pero ¿qué pasa dentro de los discos protoplanetarios? Desde hace varias décadas la comunidad astronómica parece tener consenso en algunos aspectos generales: justo en la parte media de los discos (la rebanada central, digamos) los granos de polvo se amontonan de manera esporádica y forman piedritas cada vez mayores, mientras todo el material, incluido una gran cantidad de gas, gira en torno a la nueva estrella. Las altas temperaturas producto de violentos impactos y la radiación estelar provocan que los pedruscos más grandes se apelmacen unos con otros hasta formar enormes bolas del tamaño de montañas. Al aumentar la masa y el tamaño de estas «semillas planetarias», la atracción gravitacional hace el resto y pronto —en términos astronómicos—, lo que era un simple grano de polvo estelar se transforma en algo parecido a un planeta, casi como cualquiera de los que hay en nuestro sistema solar.
Aunque el proceso parece terso, no lo es: grandes piedras convertidas en asteroides chocan unas con otras, pulverizando algunas y fusionando otras. Algunos cuerpos de gran tamaño son golpeados y sacados de su órbita para dirigirse a su estrella, donde serán consumidos por ella. Otros salen fuera del disco y probablemente nunca más regresaran.
Aún más, la observación directa de las primeras etapas habían quedado ocultas hasta hace pocas décadas, cuando la tecnología permitió iniciar la detección de luz infrarroja y ondas de radio desde distancias interestelares.
«Aunque en los últimos años se han descubierto más de mil setecientos exoplanetas —planetas en otras estrellas—, solo en muy contados casos se ha obtenido una imagen, y todavía no se ha logrado una de un planeta en formación» dice la doctora en astrofísica por la Universidad Nacional Autónoma de México.
Ver lo invisible
En su investigación, los astrónomos usaron el conjunto de 27 antenas Very Large Array para observar, simultáneamente, las débiles ondas de radio emitidas por los granos de polvo en HD169142 y que después fueron sumadas, limpiadas y analizadas en supercomputadoras (probablemente usted conoce este conjunto de antenas por la película Contacto, con Judie Foster). Cada pequeño grano de polvo, de los millones de millones que tiene el disco, emite y dispersa radio-ondas que son captadas por estos radiotelescopios y que nos proporciona información sobre su tamaño, temperatura, composición química y distribución en torno a la estrella.
«Las imágenes de radio muestran la emisión de los granos que ya han alcanzado tamaños de varios centímetros, mientras que las imágenes infrarrojas son especialmente sensibles a la emisión de los granos de polvo microscópicos», dice la Dra. Osorio.
Precisamente, el segundo grupo de astrónomos que estudió HD169142 realizó observaciones con un telescopio nada convencional: su espejo mide 8.2 metros de diámetro, el edificio que lo alberga equivale a uno de 8 pisos y sus cámaras fotográficas son instrumentos de última generación que toman imágenes en luz óptica e infrarroja. De hecho, el telescopio que usaron Maddalena Reggiani, primera autora del segundo artículo científico, y sus colaboradores, es uno de cuatro iguales instalados en el Cerro Paranal, a 2,600 metros sobre el nivel del mar, en el desierto chileno de Atacama. Los cuatro impresionantes telescopios pueden ser usados al unisono para observar el cosmos y obtener mucho mejores imágenes; al cuarteto astronómico se le llama Very Large Telescopes.
Difícil pero fascinante
En conjunto, las imágenes de radio e infrarrojo confirman la existencia de un disco de polvo y gas entorno a la estrella. Pero además, muestran la existencia de dos zanjas con mucho menos material y la ubicación de dos probables planetas en plena formación. Los surcos o brechas son la firma física de que parte de los materiales protoplanetarios están siendo barridos y atraídos por grandes cuerpos. «A HD169142 se le puede clasificar dentro de la selecta categoría de los llamados ‘discos de transición’, es decir, ¡de transición para formar planetas!», dice Mayra Osorio.
El surco interno mide de 1 a 20 veces la distancia de la Tierra al Sol —una unidad de medida llamada unidad astronómica, equivalente a unos 150 millones de kilómetros—, mientras que el externo va de 30 a 70 veces. Poniendo nuestro sistema solar como escala, la primer zanja estaría entre la órbita de la Tierra y de Urano, y la segunda desde la órbita de Neptuno y hasta más allá del cinturón de Kuiper —una región formada por asteroides, rocas medianas y pequeñas, cometas y hogar de al menos tres planetas enanos: Plutón, Haumea y Makemake.
Dentro de la primer franja, las imágenes en infrarrojo revelaron un cuerpo enorme, que podría ser un planeta gigante en formación o incluso la semilla de una pequeña estrella. Las observaciones de radio mostraron también un segundo candidato a planeta en la brecha externa, aunque las imágenes en infrarrojo no son del todo concluyentes. En cualquier caso, los cuerpos que se están formando en el disco de HD169142 tienen tamaños y masas mucho muy superiores a nuestro gigante Júpiter.
Finalmente, los dos grupos de astrónomos ya están trabajando para obtener mejores observaciones con los radiotelescopios y otros telescopios infrarrojos en tierra. «No sé si lograremos nuestro objetivo final», concluye la Dra. Mayra Osorio, «[pero] este es uno de los proyectos más difíciles en que me he involucrado, aunque también uno de los más fascinantes.»
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