Cuando uno escucha la palabra «cultura» lo primero que podría venir a la cabeza es ese conjunto de objetos y disciplinas clásicas que incrementan nuestro conocimiento general, nos dan cierto placer y en muchos casos nos hacen parecer personas interesantes –o por lo menos nos dan tema de conversación con amigos y familiares: literatura, música, teatro, cine, artes de todo tipo, exposiciones y cosas por el estilo.
De entrada, definir qué es cultura es difícil, pero podríamos quedarnos con algo sencillo, enmarcado por «todo aquello que el ser humano ha creado, ha sido transmitido y es conservado en beneficio de la actual y las futuras generaciones». Así, la poesía, la pintura, la gastronomía, la danza, el idioma, la arquitectura, las tradiciones, incluso la religión, podrían caer en esta amplia (y probablemente burda) definición.
Si estamos más o menos de acuerdo con lo anterior, no existe una persona a la que podamos llamar inculto o falto de cultura puesto que todos hemos recibido, conservado y transmitido algún tipo de conocimiento favorable para nosotros y los demás.
Basándonos en esto, podemos preguntarnos si la ciencia es cultura o no. Si sí, ¿porqué no ha penetrado e influido en el gran público de la misma manera que otras actividades también placenteras, benéficas y dignas de ser transmitidas? ¿Porqué la mayoría de la gente percibe la ciencia como algo fuera del ámbito de su incumbencia y también de la cultura? Desde luego no hay una respuesta única y factores como la educación, la economía y los medios de comunicación definitivamente influyen.
Sin embargo, el papel que jugamos quienes hacemos divulgación (científicos y divulgadores) es importantísimo, tanto por los temas como por las formas y métodos para poner la ciencia al alcance de la mayoría.
En mi opinión, la divulgación de la ciencia tendría que ser, en primer lugar, una actividad placentera, desenfadada e interesante; debe basarse en contar con veracidad los hechos, hablar de las personas, de sus métodos, sus éxitos y fracasos, las implicaciones, lo benéfico y lo perjudicial. Desgraciadamente, la caricatura y los estereotipos hacia la ciencia han creado una imagen muy poco realista tanto de los científicos como de su trabajo. La ciencia esta llena de historias, anécdotas y métodos mucho más interesantes y reveladores que la clásica postal del científico loco, el falso cuento de su inteligencia sobre-humana o la mala narrativa que dice sólo el final del hallazgo y sus números extraordinarios sin hablar de la historia y el proceso detrás.
¿Debería la divulgación científica tener entre sus objetivos formar ciudadanos educados, críticos, escépticos, al tanto de los problemas locales y globales, capaces de tomar mejores decisiones al momento de votar o cuando se pida su opinión? Desde mi punto de vista, estos son resultados que se logran mediante una gran cantidad de factores adicionales y es ingenuo creer que sólo la «transmisión de la ciencia» puede lograr esto. Aún más, antes que intentar formar mejores ciudadanos, antes que intentar aumentar la vocación científica, que inducir en niños y jóvenes la memorización, científicos y divulgadores deberíamos comenzar por generar asombro, generar placer y gusto a través de una historia escrita o una charla: hacer pasar un buen rato a la gente que nos favorece con unos minutos de su atención. Ya bastante pesada -y muchas veces difícil- es la vida cotidiana como para recetar actividades sosas, indescifrables e inalcanzables.
En definitiva, científicos y divulgadores tenemos que hacer un gran esfuerzo por poner a la ciencia dentro del marco de la cultura, de la misma manera que las artes han logrado penetrar e influir masivamente. Debemos transmitir el entusiasmo y el placer por la actividad científica. Mientras eso no pase, la ciencia mantendrá el estereotipo -a veces ganado a pulso- de una actividad elitista, oscura y hasta pedante, de la que pocos tienen ganas de enterarse.